Una reflexión nacida en un bar cualquiera, donde el pueblo discute y el sistema sigue robando.

Hace tiempo que no publico nada en el blog, pero no es por falta de ganas. Es que, simplemente, no me da la vida. Sin embargo, viendo cómo está la situación política en España, con la corrupción otra vez en boca de todos, era cuestión de tiempo que algo me impulsara a escribir de nuevo.
Después de mi jornada laboral, suelo parar en un bar cercano a comer algo rápido antes de volver a casa. El otro día, mientras me tomaba un plato caliente, escuché una conversación entre dos hombres. Uno votaba a la izquierda, el otro a la derecha. Se echaban en cara los casos de corrupción política en España de los últimos 25 años, como si estuvieran compitiendo por ver quién había robado más.
En vez de unirse contra los verdaderos culpables, discutían por ver cuál de los suyos era “menos malo”. Me pareció una imagen perfecta de lo que está pasando: un pueblo dividido discutiendo por las sobras, mientras los poderosos saquean lo que queda.
Al salir del bar, con la conversación aun retumbando en mi cabeza, me encontré con una adelfa floreciendo en un jardín. Es una de las plantas más venenosas del mundo, pero es preciosa. Pensé en lo fácil que sería regalar un ramo letal sin saberlo, y ahí nació el símil con ese sistema político: bello por fuera, pero letal para el pueblo.
Unos metros más allá, una hiedra cubría por completo la fachada de un edificio. Sus hojas verdes me recordaron a los antiguos billetes de mil pesetas. Y pensé: el dinero, como la hiedra, lo cubre todo y lo seca todo. Lo que toca, lo mata. Lo envuelve con promesas mientras consume las raíces.
Con esas imágenes en la mente y el corazón encendido, me senté en el coche y escribí. De ahí nacieron los versos que os comparto a continuación, junto con un vídeo que podéis ver más abajo..
La Adelfa y la Hiedra
Brota altiva la flor en el sendero,
vestida de carmín y de nobleza,
prometiendo igualdad y fortaleza
al corazón del pueblo prisionero.
Sus pétalos, pintados de aguacero,
destilan dulce olor de falsa empresa,
más bajo el terciopelo de su belleza,
la muerte duerme en cáliz traicionero.
Oh, flor que no alimenta ni consuela,
como el discurso rojo que enamora,
más deja al alma sola y sin escuela.
Prometió libertad… ¡y fue una noria!
Girando sin cesar bajo la estela
de un puño que no siembra, nada.
ni da la libertad, tan solo llora.
Se arrastra silenciosa por el muro,
con hojas de billete y de codicia,
trepando sin piedad, sin la justicia
que nutre del humilde al más oscuro.
De lustre se reviste, fino y duro,
prometiendo progreso y artificia,
pero en su abrazo frío hay una astucia
que oprime al débil bajo su conjuro.
Es bella la mansión que la decora,
más bajo su raíz —¡ahí!— no hay sustento,
sólo restos de sueños y de aurora.
Da fruto el árbol, sí, pero sangriento:
los ricos recogen lo que devora
al pobre que trabaja contra el viento.
«No hay ley más alta —dijo el Nazareno—
que amarse como yo os amé primero,
no con palabra hueca ni dinero,
sino con pan, con manos y con seno.»
Mas vino el hombre con su falso anhelo
de redimir al mundo a su manera,
y sembró adelfas rojas por la acera,
bellas al sol… ¡y envenenando el suelo!
Prometió el paraíso en cada esquina,
con cantos de igualdad y pan de gloria,
pero enterró la fe bajo la ruina
de una cárcel que llama “nueva historia”.
Y al otro lado, trepa sin medida
la hiedra del mercado, silenciosa,
vistiéndose de oro y de hermosura,
ahogando la raíz de toda vida.
Mientras uno nos pone un mismo traje
y borra el alma en nombre del Estado,
el otro la remata con chantaje:
“Todo vale si puede ser comprado.”
Ni adelfa que en su flor trae la sentencia,
ni hiedra que asfixia con sonrisa fina:
ambos se olvidan de la transparencia
del gesto humilde que a Dios más lo anima.
Yo no defiendo imperios ni doctrinas,
ni tronos, ni banderas de papel.
Defiendo al niño que se queda a oscuras,
al viejo solo, al alma que es fiel.
No soy rojo, ni azul, ni mercenario,
soy un corazón que busca verdad.
Y aunque el mundo me tilde de contrario,
yo solo sigo al que venció la maldad.
No me pidas banderas, ni colores,
que mis manos no entienden de fronteras.
He visto más verdad en los pastores
que en mil tronos de sombras y banderas.
No me hables del poder, que me da frío,
ni de ideas talladas en granito.
Prefiero aquel que en medio del vacío
te ofrece pan, su techo… y un poquito.
No me vendas discursos de grandeza
si olvidas al que llora en la cuneta.
No me nombres justicia o fortaleza
si no abrazas al pobre que se aprieta.
Yo no quiero doctrinas que separan,
ni voces que se elevan desde el oro.
Quiero manos que curan, que reparan,
ojos que ven al otro como un tesoro.
No sigo a ideologías que se tuercen
ni al sabio que en su ego se envenena.
Sigo al que va descalzo y no se aduerme,
al que perdona en vez de lanzar piedras.
Si la verdad no cabe en una urna,
si el amor no se compra ni se impone,
entonces es allí, en la noche oscura,
donde florece Dios… sin religiones.
¿Por qué seguimos tolerando la corrupción?
Porque nos tienen divididos. Porque discutimos por ideales que no nos dan de comer, mientras ellos se reparten el pastel. Porque creemos que si roba “mi partido” duele menos. Porque confundimos justicia con venganza, y política con fútbol.
La corrupción no se castiga. Se recicla. Vuelven a presentarse. Vuelven a salir en la tele. Vuelven a darnos lecciones. Y el pueblo, mientras tanto, sigue sufriendo.
Solo el pueblo salva al pueblo
Pero para ello, tenemos que dejar de enfrentarnos por colores políticos, por dogmas o doctrinas que no nos dan de comer. Tenemos que unirnos en la adversidad y dejar de conformarnos con males menores que, al final, se convierten en el mayor mal de la historia.
Gracias por seguir aquí.
Gracias por leerme.
Y sobre todo, gracias por no rendirte.